Evripidis and his Tragedies
És l’alter ego d’Evripidis Sabatis, un artista multidisciplinari atenès establert a Barcelona. A través de música, textos, dibuixos i collages, intenta comprendre i explicar les vicissituds de la vida. A través d’una sensibilitat pop, ens porta a ballar en la línia que separa la tragèdia de l’alegria de viure.
Es el alter ego de Evripidis Sabatis, un artista multidisciplinar ateniense afincado en Barcelona. A través de música, textos, dibujos y collages, intenta comprender y explicar las vicisitudes de la vida. A través de una sensibilidad pop, nos lleva a bailar en la línea que separa la tragedia de la alegría de vivir.
Is the alter ego of Evripidis Sabatis, an Athens-born multidisciplinary artist living in Barcelona. Through his music, texts, drawings and collages, he tries to understand and explain the ups and downs of life. And, by means of a pop sensitivity, he leads us to dance on the dividing line between the tragedy and joy of living.
El primer paso de la Vibraera fue sentarme cómodamente en el sofá y reflexionar sobre los cetáceos. Podría haberlo hecho con los ojos cerrados y escuchando música tranquila o incluso alguna que incorporase cantos de ballena. Recuerdo que mi hermana escuchaba a algo así para dormir cuando vivíamos juntos en casa de mis padres. En vez de esto, me siento más o menos cómodo en el sofá, pongo el ordenador portátil (casi una extensión de mi propio cuerpo, menos mal que no escribo esto en el móvil) en mis rodillas, salgo de internet y me pongo a pensar…
¿Qué significan para mi los cetáceos?
La primera sensación que me viene en la cabeza es la fascinación, rozando la obsesión. Desde que tengo memoria las ballenas me han atraído tremendamente. Mis encuentros con los simpáticos (aunque no siempre) mamíferos oceánicos han sido, en la mayoría de veces, en paginas impresas, a veces de texto, a veces de grabados monocromáticos, y otras de dibujos o fotos de colores. En casa teníamos una enciclopedias de animales. Dos de sus volúmenes eran sobre fauna marina, y de allí aprendí todas las especies de cetáceos, sus similitudes y diferencias, su largo y peso máximo. Claramente mis especies favoritas eran siempre los que alcanzan el mayor tamaño —¿una size queen desde pequeño?— La ballena azul, el cachalote y la orca, que es el especie de delfín más grande. Estos libros los devoré durante toda mi infancia y la primera parte de mi adolescencia.
En casa de mis padres teníamos también unos libros ilustrados del oceanógrafo Jacques Yves Cousteau. En uno de ellos salía la simpática historia de una familia de ballenas jorobadas (madre, cría y tía). Sus viajes, sus alegrías y sus penas hicieron que creciera en mi la empatía hacia esos frágiles gigantes, que por mucho que pesen toneladas, tengan extraños, casi monstruosos, bultos en sus cabezas y sus bocas pueden acomodar un pequeño coche, no dejan de ser graciosas y juguetonas como niños eternos, afectuosas, parlanchinas, inteligentes más allá de la comprensión humana.
En casa de mi abuelo había una enciclopedia antigua, en blanco y negro. Vez tras vez volvía a la entrada Ballena para leer las descripciones poco rigurosas, ansiando encontrar alguna información que no estaba en mis propios libros. Mi abuelo también tenía "20.000 leguas de viaje submarino" de Julio Verne. Allí hay un capitulo sobre un encuentro violento entre ballenas y cachalotes, que se resuelve de manera todavía mas sangrienta por mediación del Nautilus, el armado submarino, verdadero protagonista del libro. De pequeño siempre pedía a mi abuelo que me leyera ese capítulo. Me excitaba oír su voz relatando la batalla titánica —y completamente imaginaria— entre dos especies que fuera de las paginas de ese libro no suelen molestarse entre ellas.
Pasé mi infancia buscando información adicional sobre los cetáceos en las casas de la gente que visitamos. En la mayoría de fiestas infantiles me encontrarían en una esquina, feliz con algún libro que hubiese encontrado. Cualquier enciclopedia podría ser una fuente de alegría, de dibujos nunca antes vistos, de detalles que me habían escapado hasta entonces. Documentarme sobre mis gigantes favoritos era mi pasatiempo preferido.
La lectura de Moby Dick, fue una meta, aunque se demostró inalcanzable. Lo tenía un amigo. Recuerdo estar en la isla de Kea, donde ambos veraneamos cada año, sentado en el porche, intentando avanzar entre aquellas densas páginas y fracasando una vez tras otra. El libro era pesado como un ladrillo, largo y monstruoso como su protagonista albino. Al final lo que hice fue leer solamente los capítulos donde salían ballenas, información sobre ellas o escenas de caza. Y por supuesto, aquel tremendo final donde el cachalote ataca y hunde el barco de sus perseguidores.
Mas allá de las páginas de los libros que más o menos estaban en mi alcance en cualquier momento, un encuentro con ballenas no era fácil en aquellas épocas. Ahora, lo único que hace falta es una conexión de internet y una pantalla para tener acceso a cientos de documentales y videos de amateurs. Entonces debería primero haber un documental en la televisión. Luego yo tendría que estar enterado de ello para verlo. Finalmente, la televisión debería estar libre. Si mi padre veía fútbol, ya podía decir adiós a mis sueños de animalitos. Alguna que otra pelea surgió de esos conflictos de intereses. Hasta hoy odio el fútbol desde lo más profundo de mi ser.
Una manera de saciar mi creciente necesidad de cetáceos fue con su introducción en mis juegos. Así que llegamos al otro sentimiento que me despierten las ballenas-la diversión y la creatividad a través de ellas.
Al principio tenía dos delfines de peluche. El mas viejo era uno azul oscuro, despeluchado y sin ojos (se los arranqué creo… así parecía a aquellos delfines ciegos de las Amazonas o del rio Ganges). El otro tenia nombre (Dexter), era gris y suave, tenía unos ojitos que brillaban y cuando le estrujabas emitía un sonido muy gracioso. Esos dos muñecos me mantuvieron contento hasta los diez u once años.
En aquel momento descubrí un especie de porcelana de colores que se horneaba luego. Con ella construí poco a poco todos los animales marinos que necesitaba para enriquecer mis juegos con el barco pirata de Playmobil. Con la enciclopedia abierta, esculpía con esmero las varias especies de delfines, ballenas, tiburones, focas, leones marinos, peces espada o rayas que necesitaba para crear mi narrativa marítima. Siempre usaba la escala de los Playmobiles como referencia. Para que cupiesen mis obras en la bandeja del horno, tenía que poner un limite de 60 centímetros de largo. Esto se traducía en quince metros en la escala Playmobil. Podía entonces moldear ballenas jorobadas, ballenas grises de California, orcas, belugas, cualquier tipo de delfín, incluso a un cachalote hembra y sus bebé, pero tenia que olvidar especies más voluminosas. Suspiraba por una ballena azul, pero es imposible alterar los límites de un horno y, por mucho que a veces hiciera trampas esculpiendo las criaturas en curva para ganar unos centímetros, no alcanzaba un tamaño significativamente mayor para pasar a otra especie, sino que acababa con unos leviatanes que parecían tener la espina dorsal rota. Disfruté de aquella etapa inmensamente. Solía jugar en el suelo, pretendiendo que era el océano, pero el autentico gozo era cuando me dejaban llenar bañera y pasar horas con el barco y las ballenas entrando y saliendo del agua. Al final siempre hacía que las ballenas hundiesen el barco que las perseguía. Alguna que otra vez llevé todo ese circo en la playa.
A los quince años la música y la persecución de una vida social gratificante erradicaron casi todos mis intereses previos. Las figuras de barro empezaron a cubrirse de polvo, las ballenas más grandes se rompieron, y al final algunas las tiramos, otras las regalamos, y pocas se metieron en maletas sin usar. Hace pocos años descubrí algún delfín y alguna foca pero las ballenas grandes han desaparecido, como unos dinosaurios, símbolos de una edad lejana que ya nunca volverá.
Un juego asociado con los cetáceos que sí que transcendió la adolescencia, aunque de manera más bien anecdótica, fue bucear con amigues y emitir sonidos extraños debajo del agua, a veces agudos y a veces guturales, como si se tratase de cantos de ballena. Con alguna persona lo seguimos haciendo de vez en cuando, y cuesta no ahogarnos de la risa bajo el agua.
Ojalá hubiese podido viajar desde el futuro y decir al pequeño Evripidis, siempre tan sediento de información sobre sus gigantes favoritos que un día existiría algo llamado YouTube, donde podría ver todos los videos de ballenas que quisiera, que existirían incluso canales de televisión donde solo ponen documentales de animales 24 horas al día. ¿Lo hubiese creído? Si tan solo hubiera sabido que algún día sería capaz de ver incontables veces los famosos videos de orcas saliendo en la orilla de una playa de Patagonia para devorar leones marinos, o creando olas para tirar una foca de una placa de hielo, o atacando la cría de una ballena gris o un tiburón blanco. Tal vez me hubiera traumatizado ver tanta crueldad viniendo de ese animal aparentemente amable, el pobre Willy de la película que me fascinó. El pequeño Evripidis se moría por ir a un acuario y acudir a shows de delfines y esto no existía en Grecia. De mayor semejantes actividades me crean un rechazo absoluto. Todos los animales en los zoos me dan pena, pero más que todos los cetáceos y los pájaros. ¿Cómo puedes encerar un ser que atraviesa los océanos, a lo largo, ancho y profundo, en una piscina?
¿Que hubiera dicho el pequeño Evripidis si supiera que algún día, con los cuarenta recién cumplidos, vería desde un barco a algunos de esos conocidos del antaño?: ballenas jorobadas echando la cola al aire, un trío de orcas aterrorizando a un grupo de leones marinos, y unos delfines de nariz de botella?
Recorríamos California en coche y desde hacía días todo parecía conducirnos hacía esa experiencia. Desde que llegamos a la costa del Pacifico, no paramos de ver señales con dibujos de ballenas en el lado de la carretera. En Big Sur cogimos folletos sobre la fauna marina en un punto d información y allí aparecían un montón de especies que recordaba de mis libros de la infancia. Decidimos hacer una excursión el día que recalamos en Monterey. Recuerdo lo excitado que estuve la noche anterior. Durante la mañana de la excursión estuve histérico, en el borde de colapso, porque perdimos por un minuto el barco que tenía la mejor puntuación en el internet y tuvimos que coger otro, con recorrido más corto. Recuerdo comerme la cabeza, lamentando que ese gran error nos pudiera costar ver ballenas azules, cuyos avistamientos eran posibles en aquella época del año en Monterey. Estaba carcomido por un sentimiento de culpabilidad, por haber convencido a mi novio y dos amigos hacer la excursión. Mi cabeza estaba al punto de estallar. ¿Y si no se producía el encuentro deseado? La experiencia me dejó con sentimientos encontrados. Cierto es que vimos miembros de esa megafauna de la que tanto había soñado, pero desde lejos y sin grandes fanfarrias. Ningún salto en el aire. Ningún ataque feroz a los leones marinos (el capitán dijo que el tipo de orcas que vimos se alimentan de ballenas bebes…y nuestros corazones se hundieron). En fin, los cetáceos no estaban allí para entretenernos. Vivían su mejor vida pasando de nosotros, dejándonos ver una pequeña parte de su majestuosa anatomía, y dejándonos imaginar el resto, mientras les acariciaban las corrientes del pacifico.
¿Qué imágenes me vienen en la cabeza cuando pienso en los cetáceos? Primero, sin duda, la icónica imagen de una cola enorme diciendo adiós antes de desaparecer en las profundidades. Una espalda arqueada, con o sin aleta dorsal, según el especia. Los chorros de respiración atravesando el aire. Delfines juguetones saltando delante de un barco en el mar Egeo. Un cachalote enrollado en los tentáculos de un calamar gigante, una lucha de titanes cuyo triunfador conocemos con seguridad casi absoluta. Bocas cavernosas abriendo debajo de un banco de peces diminutos, engulléndolas. Orcas aprovechando el oleaje para salir a la orilla del mar y cazar leones marinos. Y el monolito Kalamos, en la isla de Anafi, al que siempre imagino como la cabeza y el lomo de un cachalote gigantesco petrificado.
La Vibraera fue la oportunidad perfecta para volver a conectar con esas viejas amigas, disfrutarlas usando la imaginación como arma principal. Durante horas y horas estuve jugando como un niño con ellas: cantando sobre ellas, dibujándolas, pintándolas, moldeándolas, creando quimeras entre ellas y humanos u otros seres, reales o imaginarios. No miré fotos en ningún momento. Me he dejado guiar por los recuerdos que tenía de su anatomía. Mis manos iban solas, recordando sus formas, sus colas, sus aletas, sus cabezas, incluso los crustáceos que forman bultos y manchas en sus cuerpos. También pensé en sus penas —la caza, el cambio climático, la contaminación—. Les imaginé varadas o troceadas encima de barcos. Unas criaturas tan majestuosas no merecen acabar así. Es nuestro deber protegerlas y celebrar su existencia.
Ha sido toda una experiencia volver a vibrar con esas gigantescas personas no humanas.
Desde siempre me han encantado las ballenas. Leía maniáticamente sobre esos gigantes oceánicos que estuvieron a punto de llegar a su extinción por la caza masiva de los humanos. Me fascinaba su tamaño, sus cabezas monstruosas pero a la vez simpáticas, su manera de sumergirse, echando su cola al aire, como un último y majestuoso adiós antes de desaparecer bajo el agua. Y, sobre todo, me hacían gracia sus himnos submarinos que hacen que el océano sea un lugar menos silencioso. Incluso ahora voy al mar y, a veces sigo, jugando con algún otro amigo a ser ballenas, intentando imitar esos sonidos extraños, como rugidos o llantos de fantasmas, que transmiten los cetáceos bajo del agua. Y quizás por eso siempre me ha dado mucha pena ver imágenes de ballenas varadas en aguas poco profundas, ver como sus cuerpos, tan elegantes en el mar abierto, parecen barriles sin gracia en la orilla, mientras una muerte lenta les acecha junto a manadas de gaviotas y demás pájaros que están esperando la gran comilona.
Últimamente siento que el agua a mi alrededor solo tiene dos dedos de profundidad, que mi piel se secará y se abrirá quemada por un sol devorador, que nunca volveré a pulular por corrientes oceánicas.
El Calamor y otros mitos de la intimidad, capítulo “Ballenas”.
Evripidis Sabatis. Morsa Editorial, 2011.
Fragmento recitado por voz robótica sobre la pieza musical
Projecte de Consol Llupià produït amb el suport de Barcelona Producció 2019-2020. La Capella, Institut de Cultura de Barcelona.
Disseny web Jose Begega
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